El Séptimo Círculo

Entre febrero y junio de 1945 hasta abril de 1983, con el N° 366, la colección acaparó en todo el público de habla hispana una verdadera legión de fanáticos y adictos. Pero a partir del primer centenar, pasaron cosas que nunca se aclararon y los nombres de Borges y Bioy fueron usados como caretas para la venta. Las discrepancias en torno a los duros yankies puede haber sido el motivo.

6.7.05


BORGES (I)


JORGE LUIS, PULIDO POR EL TIEMPO

LLUEVE Y NADIE puede decir lo contrario: Buenos Aires es otra cosa. Tal vez más pretensiosamente parisina o en una de esas más criteriosamente desquiciada o posiblemente, si se lo piensa apenas otra vez, sólo más Buenos Aires.

No más porteña, que es sapo de otro pozo.

Digamos diferente, entonces, pero a las cinco de la tarde, hora lorquiana y british si las hay. El portero del edificio de Maipú casi Charcas, vereda occidental, apenas levemente hosco, había contemplado la segunda parte de la odisea como es proceder a plegar un paraguas automático Made in Taiwan de entonces, bajo la lluvia, porque el edificio no tiene ni cornisas ni balcones. Ahora, con el escepticismo con que sopesó al autor de la pequeña proeza, más que indulgencia, lanzó la secreta advertencia: si llegaba a entrar chorreando, el paraguas chino nacionalista, retráctil y automatizado, podría haber ingresado al país sin traba aduanera alguna, pero con los tiempos que corrían, cualquier portero podía ser un arancel insalvable.

Pero el triunfo es hijo de la perseverancia. Uno llega a mojarse tanto como si jamás en la vida hubiese tenido paraguas alguno, menos que menos plegadizo, automático e importado, pero al final se lo logra. ¡Ya nada era capaz de interponerse camino hacia Borges!

¡Allá voy, Georgie!

‑¿Dónde va?

‑Sexto Be ‑dije después, más rastrero que cómplice, esperando que me visara el pasaporte de una vez.

Pero a esta altura es totalmente aventurado conjeturar que él llegó a hacer algún gesto o que abortó la clásica interjección de haberlo sabido todo de antemano. Se trataba de un feligrés más que se agregaba a esa larga caravana cotidiana de penitentes u obsecuentes en que todo mortal se convierte ante el portero de donde vive un hombre famoso; sea como fuere, al llamar al ascensor, jamás se puede llegar a sospechar que tan rutinaria tarea, a la inversa, cuando dentro de un rato descienda del Parnaso, iba a tener sus bemoles.

El sexto piso era un palier ínfimo y pálido. La puerta que lucía la B tenía una chapita de bronce, muy bruñida, en cuyo centro se podía solamente leer:




BORGES

así, en mayúsculas de cuerpo fino, recto, sin alardes.

Nada más.

El timbre sonó lejos, por encima de algún discreto programa de radio, y cuando la puerta se abrió fue apenas, además de la traba a cadena y sin saludos previos, algo que pudo haber sido «¿Si?», pero que también pudo ser también «¿Sí?», en semejantes monosílabos hablados como si uno se va a poder a notar o no la falta de ortografía, en todo caso un interrogante ambiguo, medio comodín, para ganar tiempo y semblantear porque lo único que obtuvo como respuesta fue escuchar lo que escuchaba tantas veces por día de todos los días de la semana, y entonces fue cuando ya había agregado el ya más que clásico «¿De parte?», que no dio tiempo a nada, porque la morocha madura casi obesa, bien criollaza, que luego se sabría que era santiagueña, que con el tiempo hasta despuntaría el vicio de escribir (es una manera decir, no se trata de ser un fundamentalista de los significados) un libro de memorias con tantos incidentes en vivo y en directo que despertó las lógicas iras herederas y orientales que se estilan; la mujer, aquella vez, insistió con el «¿De parte?» porque en un momento simplemente se llega a tener la duda de qué parte o si el todo directamente.

‑Un momento, por favor‑. Como el desconocido visitante acaba de amagar de dar un confianzudo, impertinente e inconciente paso hacia el negro y muy agudo ángulo abierto, a fuer de sincero el guión‑punto del cierre del parlamento, en los hechos casi me dio en el hocico y en forma de maciza puerta barnizada.

Nada ni nadie se salva de las rutinas.

‑Pase‑. Hubo algo más que un imperativo verbal en las escuálidas, famélicas cuatro letras: también amarga resignación porque nunca terminarán de convencer ni al oficiante ni al crédulo penitente.

‑Siéntese ahí.

En el habitáculo de quien posiblemente haya manejado con mayor maestría a los adjetivos en la lengua castellana resultaba muy difícil encontrar por lo menos uno que de manera aproximada describa y a la vez califique al aspecto general del ambiente y, por lo prolongación, de toda la vivienda. Monacal por ahí puede andar cerca. Un ascetismo que se cuidaba muy bien de acercarse a lo vetusto, discretamente nada de libros, salvo la flamante Espasa Calpe que le acababan de regalar los editores porque a él se le había deslizado públicamente que nunca había tenido una por carecer de fondos para adquirirla como cualquier bípedo implume.

‑Buenas tardes‑. La voz había sido lejana todavía, casi cavernosa, pero hondamente familiar. Del pasillo que iba hacia los dormitorios ‑y seguro que a su lugar, a su cubil de trabajo‑ había dejado emerger primero su antiguo bastón de madera clara, un bastón opacamente pulido por el paso del tiempo y el constante manoseo; él venía algo más de un paso más atrás, lento, muy lento, casi ausente, arrastrando cortamente los pies; portaba un viejo traje gris de casimir, bastante holgado, tanto que llevaba a recordar a bastantes años atrás, con muchos más kilos adentro, y camisa sport blanca, con un cuello que tampoco correspondía en medida, le sobraba lo suficiente como para recordar esos otros tiempos, y el grueso chaleco que parecía tejido a mano, agujas de madera, una madre, una hermana o una tía siempre en estos menesteres, de lana color marrón, de un color tan comúnmente marrón y un punto que ahora la tecnología nos hace disfrutar la dicha de no poderlos usufructuar más.

De pie para recibirlo, esperar que se acercara solo. Hubiera dado lo mismo, dado que él no veía, pero el que sí veía y se puso de pie fui yo.




[continúa]