El Séptimo Círculo

Entre febrero y junio de 1945 hasta abril de 1983, con el N° 366, la colección acaparó en todo el público de habla hispana una verdadera legión de fanáticos y adictos. Pero a partir del primer centenar, pasaron cosas que nunca se aclararon y los nombres de Borges y Bioy fueron usados como caretas para la venta. Las discrepancias en torno a los duros yankies puede haber sido el motivo.

6.7.05

BORGES (VI)

«VAMOS, CHIQUITA: DIMELO TODO»

‑BORGES, ¿USTED sostiene que los norteamericanos, con Hammett, Macdonald y Chandler a la cabeza, de alguna forma han bastardeado el género policial?

‑Creo que sí. Estoy convencido.

‑Y eso porque usted parte de la premisa que el género no puede ser realista.

‑Es que no sé si hay realismo, si éste existe. ¿Hay realismo?

Lo preguntó muy en serio, pero como no se había dirigido exactamente a mí, se prefirió el silencio.
‑Yo diría que no ‑reaccionó él solo‑. Me parece que toda novela es fantástica. Tomemos un ejemplo ilustre: «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía un hidalgo de los...» ‑memorizó sin ningún esfuerzo, pero también sin entonación alguna, como si lo refrescara, nada más‑. Y: «Lanza en astillero», etcétera. Bueno, sabemos que en ningún lugar de la Mancha vivía un hidalgo, ¿no es cierto? Y en la segunda parte nos encontramos con que los personajes han leído la primera. Muy raro, ¿no le parece? En la realidad no suele suceder que los personajes literarios, además de tales, se lean a sí mismos en la primera parte.

Se tomó un respiro de gozo, triunfante, casi ufano. Luego:

‑Y el género policial, como todos los géneros, es artificial porque parte de ciertas convenciones. Por ejemplo, se dice que el Martín Fierro es realista. Pero se da ahí el hecho curioso de que los personajes hablen en verso, en versos octosílabos, lo cual se parece bastante poco a la realidad de un gaucho.

Podía ser notable cierta descoordinación entre los ojos fijos, clavados, y los movimientos del rostro. Era el único momento en que se podía sentir casi como una agresión personal esa ceguera irreversible en que habitaba.

‑Usted dijo, recién, ciertas convenciones. ¿Cuáles serían las fundamentales del género, a su juicio?

Hubo un visible esfuerzo para retornar.

‑Sí. En la novela policial también hay leyes‑. Pero lo dijo de tal modo que podría haber sido tomado como si acabara de descubrirlo en ese instante y se aprestara a revelarlo como una gracia especial. ‑¿Me preguntó cuáles?‑. Monologaba, vacilaba, tartamudeaba. Había momentos en que se molestaba en grado sumo por tantos tropiezos y obstrucciones interiores. ‑Bueno, una es que la solución tiene que ser simple, asombrosa, necesaria. Que el lector no la haya previsto, pero que la acepte como verdadera.

Se quedó fatigado, silencioso. Era tan evidente que el interlocutor podía no existir que ni siquiera resultaba molesto. El iba a resurgir ahí enfrente, de manera solitaria, retomando en algún punto propio ese discurso personal nunca interrumpido:

‑Ahora ocurrió que nosotros, para elegir libros, teníamos que leer muchos, como es natural. A veces, para quedarnos con uno, teníamos que leer diez, y entonces eso nos llevó al hastío. Creo que ahora no podría leer ni un cuento policial porque no me interesaría. Debo haber leído entre novecientos y mil libros policiales.

No dejaba de ser una linda cifra. A ojo de buen cubero, algo así como más medio año ininterrumpido de lectura, unos siete meses sin pegar un ojo ni probar bocado. Y no había salido a relucir doña Leonor, su madre, dándole parejo con él, como en todo, leyendo sin parar, seleccionando y opinando, traduciendo.

El persistió, extranjero a los cálculos matemáticos:

‑Ahora yo no soy lector de novelas policiales. En realidad, no soy lector de nada. Perdí mi vista en mil nueve cincuenticinco ‑tal cual, como si necesitara constatarlo otra vez o volver a perderla al mencionarlo‑. A veces viene gente a verme y me lee cuentos de Chersterton, que no sólo son policiales, sino mágicos, místicos.

‑¿Por qué publicó a Cain, Borges?

‑¿Cuál?‑. Le había quedado fijado tal asombro en la cara que por un momento se me cruzó el ramalazo de terror, que el encomiable dominio de la lengua de Byron que exhibo se lo haya sonar parecido a cierto milenario personaje, protagonista de un meneado caso para colmo aún en danza, y en una de esas quizá el que alteró el equilibrio de fuerzas que terminaron generando todas estas preocupaciones, una de cuyas derivaciones en ese momento ahí sentados, formando un esóterico triángulo.

‑James Malham Cain ‑reincidí, dispuesto a todo, y al volver a escuchar en la cinta aceptar con hidalguía que hay que olvidarse del Támesis y alrededores para siempre, mejor más bien tirando al Bronx, lo que no estaría mal, pero con paladar cisplatino‑. ¿Fue usted o Bioy?

Se molestó bastante. Las muecas mostraron bien a las claras que estaba hurgando en el fondo de esa memoria que era inevitable, prosaico, si se quiere, imaginarla tapizada de estanterías y estanterías, kilómetros de libros verticales y lomos de los más disímiles.

‑No, yo no recuerdo ese libro‑. Lo había dicho casi con pesar, condolido, preocupado por su súbita ignorancia, y con algo tan evidente de culpa que hablaba bien claro de su franqueza‑. Pero la colección publicó a muchos norteamericanos, ¿eh?

‑Después, Borges; cuando ustedes se fueron. Con Bioy sacaron a Cain solamente. Tres títulos le publicaron: el primero fue Pacto de sangre, y estuvo entre los primeros, creo que el número cuatro o cinco. El cartero llama dos veces fue un poco después después. Y por último El estafador. Tres en menos de dos años.

No había escuchado. Quizá no le interesaba o directamente su registro abarcaba otra frecuencia de onda:

‑Había un norteamericano, muy bueno, cuyos derechos no pudimos obtener: firmaba Ellery Queen, y en realidad eran dos personas. Las primeras novelas eran muy buenas; las últimas, no, bastante flojas, y uno de esos autores ya murió. Yo me encontré con el sobreviviente en una cena del Mistery Club, en Estados Unidos, y le pregunté por qué eran tan flojas las novelas policiales actuales. «Bueno», me dijo, «los autores actuales son muy perezosos, no inventan argumentos, no se les ocurre nada y además recurren a la violencia y al sexo»‑. Borges resplandeció en la sonrisa, el testimonio de Ellery Queen‑fifty‑per‑cent le pareció decisivo, algo así como el de un testigo de cargo. ‑A mí las novelas violentas no me gustan, pero posiblemente sea porque no tengo el hábito. No me gustan, digamos. Las novelas de esta señora inglesa, ¿cómo se llama? Atatas... ¿Atata?

Se descontrolaba mucho con esos impedimentos. Lo hacían sufrir angustiosamente.

‑Agatha, Borges. Agatha Christie‑. A éste, por lo menos, había alcanzado a pronunciarlo a gatas correcto.

‑Agatha Christie, sí ‑sonrió agradecido por haber superado la baldosa floja, siempre con tantas aguas traidoras debajo‑. ¡Lindos argumentos tiene! Un apacible pueblo de campo, animales, el pastor ‑su mirada fija se había vuelto ensoñadora, lo cual se acentuó con la cadencia de esa voz cada vez más apagada‑, y en medio de todo eso, un crimen horrible que se resuelve tranquilamente.

Otra vez la misma sonrisita. Se lo escucha diez, cien veces en la cinta, y en cada una es más encantadora, más se involucra él en ese travesura de la tersa campiña con un final para nada sacrosantamente cruento. ¿Qué complicidad con Bioy estaba asociando ahora?‑. Lindos argumentos tiene esa señora -insistió, chocho.

[continúa]