El Séptimo Círculo

Entre febrero y junio de 1945 hasta abril de 1983, con el N° 366, la colección acaparó en todo el público de habla hispana una verdadera legión de fanáticos y adictos. Pero a partir del primer centenar, pasaron cosas que nunca se aclararon y los nombres de Borges y Bioy fueron usados como caretas para la venta. Las discrepancias en torno a los duros yankies puede haber sido el motivo.

6.7.05

BORGES (VIII)



"YA ADIVINO A LO LEJOS, DE LA LUZ EL PARPADEO..."

‑¿POR QUÉ ENTRE nosotros no hay muchos cultores y, en general, buena parte de los intentos sean tan poco satisfactorios?

‑No, yo no diría eso. Manuel Peyrou tiene un admirable libro de cuentos policiales: La espada dormida. Ahora, al escribir bajo el influjo de Chesterton y que sus cuentos sucedan en Londres, le dan un viso fantástico. Pero él se dio cuenta que estaba reescribiendo a Chesterton y él quería, bueno, ser él mismo y escribió largas novelas de sátira política después de la revolución del cincuenticinco, la revolución libertadora; bueno, a él, con la sátira, en esa época, le fue bastante fácil. Y tiene que haber otros libros policiales. A ver...

‑Están Bioy y Silvina Ocampo, también a dos manos.

‑Sí.

‑Y María Angélica Bosco, con La muerte baja (o sube, no me acuerdo) en ascensor‑. El acto fallido fue más que evidente.

‑¡Ah!, sí.

‑No lo recuerdo ahora con exactitud. La publicaron ustedes, en la colección. Recuerdo que el título menciona muerte, ascensor y movimiento. Por lo tanto, subía o bajaba, ¿no?

¿Cuál podía ser la diferencia entre el personaje de Baker St. 22 y este phitencantropus al sur del Bermejo? Para colmo, Borges, muy serio, se encargó de ratificarlo:

‑Lógico ‑dijo con total y absoluta gravedad. Luego el gesto se le había iluminado por la irrupción nítida del recuerdo, como abrir la gaveta y encontrarse con algo largamente extraviado y añorado‑. Ella le trajo el manuscrito a mi madre. Mi madre me dijo que la muerte subía demasiadas veces en el ascensor y que era conveniente que alguna vez el ascensor subiera sin un cadáver.

A todo esto, esas sordas explosiones que producen estos artefactos, no se dejaban de producir, puerta de por medio, poniendo lo suyo en cuanto a banda sonora.

‑No dejaba de ser una observación bien aguda la de su mamá, más tratándose de un género tan meticuloso, ¿no?

El bombazo sordo y el chirrido de las poleas, subiendo, bajando.

‑Sí‑. Se había puesto realmente feliz. ‑El ascensor subía tantas veces con un muerto que ya no era sorpresa. Entonces ella le sacó la última muerte para que la sorpresa fuera que el ascensor subiera vacío. Sí, fue mi madre la que le dijo que había abusado un poco de cadáveres ascendentes y descendentes.

Ahí se puso tan radiante que hay un silencio en la cinta. Mi tentación era a que de pronto, con toda esa insolencia que tienen las asociaciones, doña Leonor, a quien yo conocía sólo por fotos, dejando de leer policiales en inglés para seleccionar o directamente traduciendo para la colección, Borges y la autora, me habían ocupado toda la imagen, sudando la gota gorda, sacando y poniendo cadáveres en ese ascensor de Maipú casi Charcas, el que para colmo, bum grishhh, seguía subiendo y bajando, y por otro lado haciendo los esfuerzos más increíbles para que él no se diera cuenta.

No es el caso buscar que pueden tener asociaciones aparentemente ilógicas con una charla sobre literatura policial, técnica literaria y el uso y/o abuso de efectos impactantes, pero simplemente la tentación llegó, se aposentó y que sean los discípulos y seguidores de Freud los encargados de explicar por qué siempre estas irreprimibles tentaciones sobrevienen generalmente en contacto con cualquier viso ridículo de ciertas ceremonias que rodean a la muerte, algo más que común la mayor parte de las veces en los velatorios, con el danmificado de cuerpo presente, pero va que me saco las tinieblas de las lágrimas con el dorso de la mano, la vista se aclaró y es Borges, Borges mismo el que tiene una cara de acabar de dar cuenta con toda la torta de dulce de leche, está sonriendo a toda boca y a oscuras buscando esta otra cara, la mía, para la complicidad, cuando largó dos o tres risitas bien cortitas y fue peor, muchísimo peor, porque ahí nos tentamos ya abiertamente los dos y sin remilgos de ningún especie.

El también tuvo que sacar de un bolsillo lateral del saco un pañuelo todo arrugado. Después, como si nada, en el mejor homenaje al fray Luis de León que comenzó la clase con el recordado "Decíamos ayer..." y había estado cinco años preso, él continuó:

‑Bueno, estuvo Enrique Amorim...

‑Y Walsh ‑acoté, sonándome, bien estentóreamente, todavía con la ridícula pretensión de hacerle creer que estaba bajo un súbito ataque de influenza.

‑¿Quién?‑. No me ha escuchado por el estrépito de la catarata y el ascensor que la seguía como si nada, subiendo y bajando, tal vez esperando que me llegara el turno y tener la gentileza de ofrecerme algún cadáver que haya quedado de la vez anterior.

‑Rodolfo Walsh, con seudónimo. Un corector de galeras y con horarios de trenes urden la trama. Bien en la ortodoxia de la más pura escuela inglesa. Variaciones en rojo, creo que fue el título.
‑Ah, sí: tiene razón. Rodolfo Walsh. Y después estoy yo con algunos cuentos: El jardín de los senderos que bifurcan, La muerte y la brújula. Uno de estos tuvo un segundo premio en la revista policial de Ellery Queen. Esto muy orgulloso de ese segundo premio.

‑¿Usted lo mandó a ese concurso?

‑¿Por qué no? ‑se extraña, medio enojado, y tiene razón: pensándolo bien, ¿por qué no?

‑¿Exclusivamente a ese concurso? ‑traté de decir para tapar el bache.

‑No, no. Me parece que ellos lo eligieron entre muchos.

‑Entonces estaba publicado. Usted no lo mandó.

‑Creo que sí. Por ahí lo tenía, pero se me rompió: el premio del club de escritores policiales de Norteamérica, que es un busto bastante feo de Edgar Allan Poe ‑sonrió mefistofélicamente‑y abajo tenía mi nombre. Me molestó un poco llamarme Lorges y no Borges, pero en fin...

¡Para qué! ¡Y encima ahora no era de gallegos, como había ocurrido unos días antes y saldría a relucir enseguida! Los dos nos despachamos a gusto, por esta y por la anterior. Lorges había rejuvenecido en medio de tanta risa franca. Jorge Buis Lorges. O Borge Luis Jorges. Chau, literatura policial, chau. Adiós a Quevedo y sus cementerios de muertos bien rellenos. Eso ya era chacota.

‑¿Se acuerda anteayer, cuando lo fui a buscar al homenaje del Club Español? El presidente de la subcomisión de cultura también hizo lo suyo con los rebautizos. Mientras lo presentaba, a pesar de los gritos y de los tirones de saco, no hubo manera de hacerle entender que usted no es José Luis.

El fracaso frente al autor del Elogio de la sombra fue asombrosamente total. Se puso imprevistamente serio:

‑Es que a la larga yo soy José Luis ‑afirmó convencido y no chacoteaba, no, señor‑. Es mucho más eufónico. Lo de Jorge Luis, en realidad, fue un empecinamiento de mi padre‑. Tan grave era el tema que había vuelto a tartamudear de manera excesiva, por momentos impidiéndole por completo una pronunciación medianamente clara. ‑Yo escribí una falsa autobiografía, que está en mis Obras Completas, y donde se supone que un editor chileno, dentro de cien años, pone José Luis Borges. Como Jorge Luis suena muy áspero, supuse que el tiempo irá puliéndome y seré definitivamente José Luis.

‑Bueno, lo que había empezado como una gafe, resulta que ahora, en una de esas, el directivo del Club Español, aparte de tener leída esa falsa autobiografía, le ganó de mano al chileno...

La picardía le remarcó las arrugas en el rostro lozano de José Luis Lorges:

‑No podría afirmar lo contrario ‑retrucó en un tono y en un nivel donde el se movía como pez en el agua.

Ya la conversación se había desquiciado, se hacía la hora convenida, y entonces a tratar de redondear en algunos puntos claves:

‑Perdone, Borges, pero en ese séptimo círculo dantesco, entre delincuentes, rufianes y otros violentos más, ¿usted no incluiría a los escritores?

Estalló:

‑¡No! ‑sumamente alarmado, casi exhorbitado, posiblemente por la imprevista, procaz y sucia cercanía de los Capones, Papillones, el Locos Prieto, Mates Cocidos‑. ¿Por qué dice una cosa así?

Me puse de pie. Y otra vez a quemarropa:

‑¿Ni siquiera a los autores de novelas policiales?

El rostro, de manera igualmente súbita, había retornado a ese gesto adusto, lacio, caído, casi perruno, con que supieron mostrarlo casi todas las fotos en los últimos años de vida. Se pudo notar cómo apretaba exageradamente el mango del bastón, se aferraba, y que de pronto se inclinaba y como asomándose desde ahí, al igual que si se tratara de una tapia que lo asomara a lo prohibido, lanzar el interrogante cargado de mucha gravedad, quizá de demasiada gravedad o sólo de una exagerada gravedad:

‑¿A usted le parece? -dijo pero no era decir, sino que era Borges.

En ese momento se pudo apreciar cierto grado de suspicacia, la que se vuelve más notable al reescuchar la cinta, algo que nunca se puede saber dentro de la esencial ambivalencia borgiana, ese maléfico juego de tornar grotesca a la literatura desde la realidad y a ésta desde los fantástico de la literatura.

-Sinceramente nunca lo dudé.

El quedó mustio, con un aparente final abierto.

Absolutamente falso. Al igual que los zorros viejos de los boliches, orejeadores de cartas hinchadas por lo mugrosas y sobadas, no sólo tenía el quiero si no que cerraba la mano: cuando yo traspusiera esa puerta iba a tener que venir el ascensor y adentro, con o sin cadáveres, aguardar cualquier sorpresa, sin contar luego a Buenos Aires bajo la lluvia, una vez en la planta baja, al nivel del resto de los mortales. [AR]