El Séptimo Círculo

Entre febrero y junio de 1945 hasta abril de 1983, con el N° 366, la colección acaparó en todo el público de habla hispana una verdadera legión de fanáticos y adictos. Pero a partir del primer centenar, pasaron cosas que nunca se aclararon y los nombres de Borges y Bioy fueron usados como caretas para la venta. Las discrepancias en torno a los duros yankies puede haber sido el motivo.

5.7.05

ADOLFO BIOY CASARES

LA IMAGINACION, ESA ETERNIDAD REMEDADA

-EN REALIDAD, el gran lector de novelas policiales era Borges. A mí también me gustaban, pero más moderadamente que a él.

-¿A quién se le ocurrió la idea de hacer una colección?

-A mí. Borges me había llevado a trabajar con él a Emecé, donde teníamos otras colecciones. Recuerdo una que se llamaba La Puerta de Marfil y otra que se llamaba Sumas, una manera más eficaz de llamar a las obras selectas, y donde sacábamos lo mejor de cada autor: Voltaire, Quincey, Stevenson, Novalis y tantos otros.

-¿No se acuerda la fecha?

-Podría equivocarme. Fue en los primeros años de la década del cuarenta. Me acuerdo que en Emecé ya no estaban ni Molina del Río ni Cuadrado, que fueron los fundadores. Era la Emecé de los Braun Menéndez.

-¿Ningún otro dato que permita precisar un poquito más?

-Me acuerdo, sí, que yo estaba con gripe.

-Bueno, una gripe se suele tener todos los años.

-¡Todos los años! -se ríe, tirando todo el cuerpo hacia atrás, en el sillón-. Fue en los primeros años del cuarenta porque yo vivía en Santa Fe y Ecuador, estaba en cama con gripe y se me ocurre pensar: «Si los demás tienen colecciones de novelas policiales, por qué en Argentina no podemos tener una.» Bueno, son esas cosas que a uno se le ocurren cuando está en cama, enfermo.

-Además, era la época del termómetro en la boca, mucho té caliente cargado con algo más, ventosas y otros instrumentos de tormento.

-¡Exacto!

-Bien, no recuerda la fecha exacta entonces. Pero a la luz de los resultados y la forma en que la pergeñó, se podría decir, por lo menos, que se trataba de una gripe virósica?

-¡No lo pondría en duda!-. Ha comenzado a ponerse chispeante, a sacudir cierta modorra inicial. -Se lo dije a Borges y fuimos los dos a proponerlo. ¡Se escandalizaron muchísimo! Fue lo mismo que si les hubiéramos propuesto una colección pornográfica o algo así.

-¿Qué argumentaron?

-No argumentaron nada: ¡lo sentían! Para ellos resultaba lo mismo que convertirse en editores de prensa amarilla, hacer algo...

-¿Maldito?

-Maldito y pueril. No tenían noción, todavía no se habían enterado de que había excelentísimas novelas policiales. Aceptaron al final, pero en un principio a regañadientes.

-Borges dice que los tramitaron cerca de un año.

-No creo que tanto. Me acuerdo, sí, que en un principio que no querían saber nada. Luego conseguimos un sí a medias: sacar la colección con otro pie de imprenta, Editorial Chatarra o algo así. Recién después de mucho conversar terminaron por aceptar todo. La colección iba a tener otro nombre; era algo relacionado con el ajedrez, con los dilemas racionales que tanto nos gustaban en lo mejor de esas novelas, por eso el caballito de logotipo que todavía sobrevive.

-De alguna manera, entonces, ustedes sintieron sentir su peso.

-Nosotros pesábamos muy poco. Eramos peso liviano.

-Peso pluma, si se es más estricto y con más propiedad.

-Exacto. En aquella época había un convencimiento general que Borges era un hombre muy inteligente, pero se lo veía como a un chico terrible.

-¿Cómo? ¿Ha dejado de serlo?

-¡No! -se ríe.

-¿Siempre fue así?

-¡Siempre!-. Se ha tentado. -Pero ahora, por lo menos, con un peso enorme. En la actualidad la gente no sólo le reconoce inteligencia, sino talento y genio.

-Aparte, ya tiene una obra.

-Es cierto. En aquel tiempo la estaba haciendo y no se veía. recién cuando Borges sacó el premio Formentor el país le reconoció el talento. antes, no. Nos pasaron varias cosas así. Por aquel entonces, para La Puerta de Marfil, propusimos a Conrad. Y alguien, en Emecé,tenía sus dudas sobre la importancia de este autor. Entonces nos dijo: «Bueno, veamos el Espasa. Si allí tiene una entrada lo suficientemente extensa y respetuosa, lo publicamos.» Lo abrimos y no tenía más que diez líneas sobre Conrad. Me dije: «Este caso está perdido.» Entonces tuve una reacción que los franceses llaman El Espíritu de la Escalera, pero por suerte la tuve antes que físicamente llegáramos a la escalera de la editorial, la de salir a la calle, ¿no? «Veamos el Apéndice», dije, y allí había ocho, diez páginas sobre Conrad. Lo aceptaron. En esa colección todas las semanas sacábamos diversos autores. de pronto los lectores se encontraron que los inundamos de Conrad. ¡Prácticamente le publicamos las obras completas!

-De alguna manera se tomaron el desquite.

-Sí. Pero lo mismo que con El Séptimo Círculo, eran triunfos con derrota.

-¿Está arrepentido?

-¡No! -explota-. De ninguna manera. Lo digo como escritor y pensando en la literatura argentina. Creo que con El Séptimo Círculo y con la Antología de la literatura fantástica hemos señalado el valor del argumento, el valor de la trama, en una época en que estos elementos estaban subestimados y se escribían libros muy tediosos. La literatura es muy importante para la formación de seres humanos completos. Entonces si con las noveles policiales los escritores de todo género han pensado que tienen que contar una historia, creo que ha sido para bien de la literatura. Contando una historia se pueden crear caracteres, encarar problemas sociales, hacer ensayos filosóficos, de todo. Haber hecho algo como El Séptimo Círculo es como haberle dicho a los escritores argentinos: «No se olviden que el narrador tiene que narrar.» Además, me parece que hemos atraído lectores, que le hemos dado material de lectura a mucha gente. Esos libros son, en general, buenos; no digo dentro del género policial, sino buenos, lindos libros.

-Literatura.

-Son literatura, claro. Creo que hemos hecho leer a mucha gente. En fin, es mi esperanza-. Se ha deprimido.

-A este respecto no le debe quedar ninguna duda. Estamos a casi medio siglo de publicación ininterrumpida, ha superado varias crisis económicas, gobiernos, saltos y vaivenes.

-Sí-. Vuelve a resplandecer. -Esto es lo que le asombra a uno sobre el alcance, la trascendencia de sus juegos, de sus proposiciones en general, ¿no es cierto? Hay que tener mucho cuidado con lo que uno piensa una tarde de invierno, en cama, con gripe.

-Y mucho más si son virósicas, Bioy. Puede ser el foco de una pandemia, además.

-(Se ríe.) Puede traer consecuencias para mucha gente. Y todo empieza como un simple juego personal. Una de nuestras melancolías con esta colección es que efectivamente significó una serie de victorias, y como son todas las victorias en general, fueron victorias con derrota. Por ejemplo, uno de los libros que más nos divirtió era Mongoose, nombre inglés de la mangosta. Era la historia de un matrimonio que tenía grandes esperanzas en un hijo y ese hijo se convierte en artista. Después de cierta cantidad de páginas, se revela que efectivamente era un artista, pero un artista cocinero, chieff de un hotel en un balneario inglés, el hotel más lujoso y victoriano. Y este individuo, que efectivamente era un artista, aprovechaba sus conocimientos culinarios para servir platos envenenados y matar gente. A Borges y a mí nos pareció una novela muy graciosa, pero no tuvo ningún éxito en Emecé. Nosotros teníamos tal deseo de imponerlo que deben haber llegado a sospechar, no sé, que éramos amigos o que con Borges teníamos otros intereses. El caso fue que ellos pensaron que nuestro interés e insistencia no eran puros y no compraron los derechos. No se publicó.

-Por la manera en que lo ha contado da la sensación que todavía no se ha podido resignar.

-Es que a Borges y a mí nos parecía que ofrecíamos libros excelentes. Eran como una creación literaria. Los hicimos con la misma exaltación con que escribimos nuestros libros. Había tardes en que Borges venía a casa y traía una nueva novela para la colección y hablaba de ella con el mismo fervor con que se puede hablar ante la primera lectura de cualquier libro bueno, de cualquier género. Lo mismo me sucedía a mí. Y él venía y me contaba, daba sus opiniones y quería que yo lo leyera. Otro tanto hacía yo con él. Estábamos felicísimos con cada libro que descubríamos.

-¿Cómo se agenciaban de esos títulos? ¿Mandaban a comprar a Europa?

-No. era una época en que el mundo todavía estaba en guerra. Las comunicaciones eran bastante difíciles y en Europa mismo no había libros. Buscábamos ejemplares de segunda mano en las librerías de Buenos Aires. Había un librero, en la esquina de Corrientes y San Martín, primer piso, y que creo que era austríaco, pero en todo caso era un individuo sumamente hosco. Llegaba un momento en que se cansaba que uno anduviera hurgueteando, buscando libros, y decía: «Bueno, bueno; vayan, vayan». O de pronto encontrábamos algo y no, no quería venderlo. Nosotros siempre tratábamos que nos tolerara un ratito más o que nos hiciera el favor de vendernos el libro.

-Como buen librero de segunda mano, sería de origen judío.

-Sí. Y era rarísimo. tenía una constante irritación: irritación hacia los clientes. Borges y yo nunca íbamos juntos a ese tipo de aventuras. buscábamos por separado, cada uno quería descubrir por su cuenta. Un día ambos nos confesamos que adulábamos a este señor para que nos dejara estar un poco más o nos vendiera el libro.

-¿La colección fue lanzada con alguna pompa publicitaria?

-No hicieron publicidad. Pero tuvo inmediatamente una repercusión muy grande. La gente, aunque sin intención, nos ofendía casi a diario diciéndonos: «Ah, sí, yo llevo una vida ardua y compro estos libros para conciliar el sueño y olvidarme de mis problemas, porque sirven para eso: son una especie de droga.»

-La famosa evasión.

-La famosa evasión, sí-. Está sumamente deprimido. -Y nosotros nunca hicimos la colección como quien está haciendo algo que tiene sólo valor comercial.

-La subestimación hacia el género no ha desaparecido, Bioy. Nunca se ha llegado a decir en voz bien alta, pero un poco como se lo sigue considerando bastardo. O maldito.

-No diría tanto como maldito. Puede haber sucedido que como es un género donde lo más importante es el argumento, que entonces se trata de uno menos importante que aquel donde lo fundamental es el carácter de los personajes, los dramas humanos. Por otro lado, con Borges pudimos ver, mientras dirigíamos la colección, que muchísimos de los autores eran otros de los que nosotros imaginábamos. Así, por ejemplo, que el señor Lorac, en realidad, era la señorita Edith Caroline Rivet. O que el señor Anthony Guilbert era la señora Lucy Beatrice Mallison. Vale decir que en Inglaterra, donde tiene tanta importancia el género policial y hasta hay un Crime Club, también tuvieron que luchar.

-¿Ese sería el motivo?

-No sé. O en una de esas también se debe a una cuestión de orígenes.

-¿Usted se refiere al fenómeno comercial que suele haber detrás?

-Sí. Esa literatura como Fantomas o esas otras que había en Francia, populistas, gente que escribía un libro por semana o donde varios autores trabajaban en libros que aparecían con un mismo título. Acá, por ejemplo, hubo una colección que salía con el nombre de Sexton Blake. Nadie sabía quién era Sexton Blake; creo que se trata de algo así como un sindicato de autores. Pero de este tipo de fenómeno ha surgido un género donde hay libros tan buenos como los buenos libros de cualquier otro género.

-Da toda la impresionan de que no se lo perdonan. A tal punto que hay una buena cantidad de autores policiales, sobre todo si tienen ciertos prestigio literario del llamado clásico o algún lauro académico, que se escudan tras seudónimos. ¿Usted cree que esto no tiene ninguna significación? ¿No anda dando vueltas, por ahí, cierta conciencia un poco vergonzante?

-Sí-. Vacila, se repatinga, está mirando el techo y su índice derecho juguetea en los labios, hasta que de pronto salta, vuelve a erguirse en el sillón. -Pero también puede ser que si una persona está vista como filósofo y sale con un juego, bueno, que lo juzguen por ese libro y no por el que está estudiando en la universidad. El seudónimo da una gran libertad. Yo he escrito libros con seudónimo.

-Pero no policiales.

-No. La primera edición del Breve diccionario del argentino exquisito, sí. Gómez de la Serna llegó a afirmar que casi todos los libros que salían acá, en realidad, eran de Borges y de Bioy firmados con seudónimos.

-¿Se ha dado cuenta que en el fondo, explícitos o no, todos los ataques al género policial son por motivos extraliterarios?

-Sí, es cierto.

-Uno puede llegar a preguntarse si a pesar de ser un juego de imaginerías, en el fondo, aunque sea simbólico, no hay también un crimen. No puede ser casual que los ataques siempre provengan de ciertas conciencias pecaminosas, puritanas, fariseas; si se lo mira desde cierto ángulo, tiene un trasfondo ético lo que ha raleado al género de lo que se puede llamar la consideración oficial, subestimándolo y relegándolo a un segundo plano.

-Puede ser-. No muy convencido; más bien, educado. -Pero el suyo es un planteo más filosófico, más sociológico. Mi opinión es más superficial, literaria. Es la que corresponde a mis preocupaciones.

-De acuerdo. Sin embargo, es el género donde resulta más difícil sostenerse en la especificidad de lo literario. Hay algo que constantemente rebalsa. No puede dejar de llamar la atención, por ejemplo, que haya crecido, desarrollado y perdurado por encima del desprecio y el silencio. Hoy por hoy sigue siendo uno de los negocios editoriales más suculentos y sostenido en buena parte del mundo. Mantiene una masa fija de lectores muy peculiares. Y todo esto a despecho de despliegues publicitarios o críticas sesudas.

-Eso también es cierto. Una prueba es El Séptimo Círculo. Nosotros llegamos a publicar obras de Chejov, Dickens y Amorim. también descubrimos cosas curiosas; por ejemplo, que Michael Innes, el autor de La torre y la muerte, había estado en buenos Aires unos años antes que iniciáramos la colección que lo había hecho como miembro del intelligence service inglés-. Estalla en una carcajada. -Por supuesto, nosotros agradecidos del destino que le habían dado.

-Me incluyo.

-¿No es cierto que se trata de un gran honor?

-Una mención honorífica más para el halo non sancto que rodea siempre a lo policial. Pero no fue el único pecadito, me imagino.

-Hubo otras cosas graciosas. Nosotros éramos los autores del texto de la contratapa para que fuera estimulante; también de una pequeña biografía del autor; y a veces esto último era imposible: generalmente se trataba de seudónimos de autores ingleses, recién terminaba la guerra, unas comunicaciones tardías que nunca se concretaban...

-Aparte, estos que se escudaban en seudónimos no deberían tener mucho interés en que los desenmascararan.

-¡Por supuesto! Más bien tenían interés en ocultarse. Entonces ocurría que a veces inventábamos mínimamente las biografías. Mínimamente, ¿eh? Contábamos sólo con la bibliografía; pero juicios críticos, sólo los nuestros y no podíamos estar citándonos constantemente. Así que, bueno, inventábamos críticos también. Fue de ese modo que nacieron Myriam de Forb, Farm de Bost y otros. Pero hubo uno sobre el que pusimos especial interés. Pasó que cuando hicimos la Antología de la literatura fantástica teníamos un cuentito que no sabíamos de quién era. Había aparecido en el Times Literary Supplement o en alguna parte así, pero sin autor. entonces se lo atribuímos al señor Ireland. Este era un impostor que había inventado libros de autores ingleses clásicos que escribía él. Hasta tenía escritas piezas que se las atribuía a Shakespeare. Si se había animado a tanto, ¿por qué no atribuirle el cuentito? Y ya que estábamos unos juicios críticos también para completar las biografías de El Séptimo Círculo.
-Usted hizo mención a que la primera idea de título giró en torno al ajedrez, pero que luego aparece el Dante y el círculo de los violentos. Sobre este tema de la racionalidad y la violencia quisiera volver después. Primero que nada, ¿significa que ustedes tuvieron un cambio de criterio o un mero ajuste de enfoque?

-Hubo, hubo cambios. cuando iniciamos la colección se sacó un folleto de presentación. Con Borges escribimos el prólogo. En ese entonces estábamos totalmente convencidos que la novela policial era sólo un problema mental. Pero a medida que la íbamos haciendo, empezamos a leer novelas que no eran rigurosas, pero que nos dieron un infinito placer. Eran excelentes libros.

-¿Considera que los autores norteamericanos surgidos después de la Gran Depresión han bastardeado al género?

-¡No!-. Displicente, casi misericordioso. -Creo que los géneros no se lesionan. Tal como lo veían los ingleses, a fines del siglo diecinueve o principios del veinte, era un problema intelectual a resolver. Poco a poco eso cambió y pasó a ser un problema que se resolvía más o menos sofísticamente con una serie de entretenimientos para el lector y cuyos elementos eran todos los elementos de una buena novela policial. Después vienen algunos autores norteamericanos (Ellery Queen, entre otros), que hicieron novelas dentro de ese sistema. Algunos de ellos me han dejado un buen recuerdo y sé que a Borges le gustaban mucho. Luego aparecieron esas novelas en que el detective era Philo Vance; no les he releído, no podría decir qué me parecen ahora; para culminar, poco a poco, en una novela de violencia que nosotros no incluímos, salvo El cartero llama dos veces, de James Cain, y alguna otra que ahora no recuerdo.

-Dos más. Y las dos también de Cain.

-Puede ser, ¿no?, que haya entre ellos alguno bueno. A mí, por ejemplo, Chandler no me gusta tanto como les gusta a algunos amigos mío. Pero puede ser que yo esté equivocado.

-A Hammett lo conoce, me imagino.

-Sí. Y opino lo mismo: no me parece tan bueno, pero tampoco tan malo. Quiero decir: no me parece un error que se hayan escrito ese tipo de libros. Es una desviación. Una desviación o una modificación del género. Los géneros no pueden mantenerse siempre igual. La gente se harta de leerlos y los autores de escribirlos.

-Bioy, ¿por qué se fueron de El Séptimo Círculo?

-Bueno, creo que no nos necesitaban más. La podían seguir haciendo en casa.

-¿Fue todo?

-No creo que haya otros motivos.

-¿Hubo algún criterio medular que rigiera la colección en los primeros cien títulos, que fueron los que realmente ustedes editaron?

-Se podría decir que hicimos El Séptimo Círculo contra esos escritores norteamericanos, contra ese tipo de literatura.

-Fueron ellos, sin embargo, al introducir el por qué como el eje de la problemática, los que desacralizaron el género. Hasta entonces los ingleses habían venido girando insistentemente en torno a la sorpresa del quién, como que el móvil no les interesaba o lo dejaban en un segundo plano, hasta que no faltó el que tensó la cuerda, cerró la puerta con llave y el asesinato imaginario, misterioso, con sólo la víctima encerrada, se convirtió en un virtual suicidio.

-Es cierto. Pero en esto Borges y yo siempre estuvimos muy unidos. Tanto a él como a mí nos ha parecido que ha habido un poco, cómo podría decir, de algo más barato. Que se había abaratado el asunto.

-¿Literariamente hablando?

-No. Yo diría: genuinamente hablando. Es como si para tratar problemas morales se hubieran puesto en una actitud un poco demagógica y un poco superficial. Como que se hubiera jugado un poco a tomar las cosas en serio y un poco se hicieran de cualquier modo. Mire: ya Dostoievsky me parece un poco macaneador, no digamos hasta qué punto me parecen macaneadores estos escritores policiales que hablan del por qué y no del quién. Por ejemplo, esos temas donde el gran millonario sinvergüenza resulta que está dirigiendo una gran sociedad criminal. Bueno, es verdad: hay de esos millonarios sinvergüenzas. Pero lo único que prueba esto es que la realidad puede ser tan grosera como algunas ficciones-. Se ríe, le ha ido decreciendo cierto enojo y vehemencia inicial. -Ahora yo no quiero decir, cuidado, que lo que dicen sea falso. No. Pienso que tal vez sea como el mundo de Fierrabras tomado en serio. Tanto Borges como yo siempre hemos tomado estos libros como esos otros que hacen revelaciones sobre la mafia: literatura barata.

-Esta fue, sin embargo, sobre todo después de la última gran guerra, la literatura policial que prácticamente monopolizó la producción y el consumo. ¿Usted piensa, Bioy, que hay una decadencia del género?

-Creo que sí. Borges me contó que una de las últimas veces que estuvo en Estados Unidos habló con Frederick Dannay, sobreviviente de Ellery Queen, ya que eran dos primos hermanos los que firmaban con ese seudónimo. Estaban justamente en un congreso de escritores policiales y ese señor le dijo: «Hay tal decadencia que ya nadie no sólo es incapaz de escribir un enigma, sino de leerlo.» El enigma es un género muy elevado; pero ya han perdido el rigor mental como para insistir.

-¿Esto sería el principio del fin o es que se han tocado límites?

-¡Límites! Y límites provisorios, ¿eh? Todos los géneros desaparecen. Se cansan, desaparecen y vuelven a reaparecer. se llega a un abuso, luego viene la extenuación, la desaparición y luego el resurgimiento. Es natural. No podemos estar inventando todos los días. Indudablemente se inventarán géneros nuevos, pero el género fantástico, para dar un ejemplo, ya ha desaparecido y reaparecido. Otro tanto ha pasado con el realismo. Hasta la prosa poética, que hoy nos parece tan horrible, puede reaparecer nuevamente.

-¿La teoría de la reincidencia?

-Sí. Y también sucede que algún día alguien acierta. Todo lo que ha sido un permanente error alguna vez le tiene que dar cabida al acierto. Todos esos errores abren camino para que alguien venga y haga las cosas bien.

-¿Tiene algún valor particular que la novela policial haya sido y sea, en buena medida, casi patrimonio exclusivo de la lengua inglesa?

-¡Ah!, esto nos lleva a otro problema: el carácter de los pueblos. En mí hay una repulsión racional a todo lo que se pueda explicar. Porque yo, espontáneamente, soy racionalista. Y digo muy espontáneamente porque lo que soy -se ríe- está muy mal visto: soy ecléctico.

-Hoy día, una posición un tanto difícil de sostener, además.

-Lo es. Sin embargo, la experiencia se ha encargado de demostrarme que hay un carácter español, otro francés, otro inglés y otro norteamericano, que no es el inglés ni tampoco el latino. Es posible que haya cierto carácter en los países y que los ingleses tengan un placer, tal vez, en ciertas cosas prácticas. Por ejemplo, está lo que se llama la Ley de Okam: Entesia non multiplicandi sunt es el enunciado, los entes no deben multiplicarse. Vale decir: hay un placer en descartar, en suprimir teorías falsas. el primero que lo hizo fue Okam, un inglés; bueno, ese placer en descartar teorías falsas es, tal vez, el placer de los enigmas: hay una serie de hipótesis posibles y hay que descartar todas las malas para llegar a una buena. Es posible que esto sea algo que agrade a los ingleses. Pero también el racionalismo francés tiene que funcionar por caminos parecidos.

-Han aparecido ideas que no quiero que queden de lado. Pero antes de ir hacia ahí quería insistir con lo del inglés y lo que trae aparejado estos apareamientos, estos contagios, estas idas y vueltas culturales. ¿Eran muy rigurosos con las traducciones?

-Muy. Yo era el encargado de corregirlas. Una por una, oración por oración. Además, los traductores eran elegidos luego de pasar un examen tan breve como tramposo: una carta de una carilla donde un intelectual inglés rechaza con fina cortesía el mecenazgo de un millonario, pero donde bajo la apariencia de las palabras corría un río de amargura, desprecio y hasta resentimiento.

-Disculpe la digresión, pero en un comienzo, sobre todo en ciertos títulos bastante claves, como Phillpotts, aparece como traductora una tal Leonor Acevedo de Borges. ¿De la familia o simplemente tocayos?

-¡Parientes!-. Se ríe a carcajadas. -Entonces, le decía que no tomábamos en cuenta que no supieran resolverlo en castellano; lo único que nos interesaba era que advirtieran, que descubrieran esa falsa apariencia, el alma de esa carta. No nos interesó nunca aquellos que eran sobradamente capaces de traducirla literalmente, haciendo gala de un gran vocabulario en inglés.

-De todos modos, ¿en dónde residía la exigencia mayor? ¿En el dominio del inglés o del castellano?

-En ambos, preferiblemente. Se debe traer una obra que está escrita en otra lengua a la nuestra. Ambos términos, de manera ideal, se deben conocer de una manera por lo menos sólida. Y, claro, estaba la trampita del examen para ver si había algo más que grandes vocabularios en ambos idiomas. No sé si ya le hice mención a esa publicación casi abusiva de la obra de Conrad que hicimos. Bueno, para mejor era un Conrad traducido en España por pésimos traductores de Barcelona. Aunque quizá no traducían tan mal, pero al menos era con un castellano que no tenía nada que ver con Buenos Aires: cantidad de giros y palabras del argot español.

-¿Se puede decir, sin correr demasiados riesgos, que ya hay una tradición o una escuela de malas traducciones inglés-castellano con sede en Barcelona?

-Parecería que sí, ¿no es cierto?-. Sonríe despacito, suspicaz.

-Lo que usted apuntaba que ya se notaba en las traducciones de un autor como Conrad ahora ha recrudecido. En las versiones últimas de autores que usted y Borges consideran policiales violentos se ha decidido cortar por lo sano y pasarlo por lo menos a un argentino coloquial, con acentuaciones agudas, cuando no a giros lunfas, un lenguaje bien popular, que me consta que ya ha enardecido a no pocos brillantes intelectuales latinoamericanos que han empezado a acusarnos de chovinistas. Pero curiosamente no dicen nada de las traducciones Made in Barcelona de esos mismos autores o parecidos, en versiones con la para nada pulida jeringoza española a la hora de hablar de sexo o mentar a la madre y el resto de la familia. Este asunto de la traducción es bastante espinoso, ¿o no?

-Bastante espinoso, ya lo creo. Muy espinoso. Hay cantidad de problemas que son insolubles.

-A su criterio, en un terreno imposible de mensurar, ¿es posible una traducción en el sentido lato del término? ¿O hay barreras infranqueables y que lo hemos recibido y seguiremos recibiendo son apenas versiones? Hay una palabra que cuesta usar, es del cuño de las ciencias sociales, pero algunos hablan directamente de transculturalizar, no tanto de traducir.

-Una vez me preguntaron cuál era el idioma más rico y yo contesté: «Aquel del cual uno traduce.» Siempre el original es más rico que el otro al cual se lo traduce.

-Cuáles serían los motivos o impedimentos, a su criterio.

-Primero, porque la obra está escrita en otro idioma, está pensada para ese otro idioma, y cuando uno traduce un libro no sabe si realmente puede traerse todo eso. Por otro lado, usted se encuentra con que en todo idioma hay formas que no existen en los otros. Ejemplo: en castellano tenemos al ser y el estar separados. Podemos decir: estoy enfermo, soy enfermo. En inglés y en francés es imposible.

-Debido a esa meticulosidad que usted ponía al revisar las traducciones, ¿eran a tal punto que se puede hablar de retraducciones?

-En algunos casos. Lo que sucedía era que en un género donde una de sus características principales era el rigor no podíamos ser más que mínimamente rigurosos, ¿no es cierto?

-Retomo el punto que no quería que queda afuera. Habían vuelto a aparecer dos elementos que parecen bastante irreconciliables, a veces hasta irreductibles: crimen y razón.

-En la práctica, efectivamente, el crimen es lo menos racional posible. El criminal es una persona que piensa que vale la pena alcanzar cierta cosa para ser feliz, aun a riesgo de hacer algo horrible como matar a una persona oalguna otra que lo lleve ala una cárcel por el resto de su vida. Pero los enigmas que fueron el origen de El Séptimo Círculo sí que son racionales. Como no son para nada racionales otras novelas de esa colección, por ejemplo, las de Anthony Guilbert, que nos gustaron tanto. ¡Que van a ser racionales! Eran novelas psicológicas en las que se finge resolver algo; en las quede un modo sofístico se soluciona algo; son racionales literariamente, pero no filosófica ni matemáticamente.

-Era inevitable caer en este punto. Se ha vuelto un lugar común afirmar que las obras más logradas de la escuela inglesa llegan a constituir problemas o enigmas de una estructura similar a una operación matemática. Así también de perfectos y exactos. ¿No es un poquitito exagerado, Bioy? ¿Hasta una falacia, si se lo analiza a fondo?

-Claro. Hay sólo una apariencia de esquema matemático. Por ejemplo, El caso de los bombones envenenados, de Anthony Berkeley, consiste en un ejercicio de solución de enigmas, un agradabilísimo ejercicio, pero con todos los pecados que se permite la literatura para tratar estos temas. En otros, la falta de rigor es esencial.

-¿Cuáles serían los factores, según su criterio, que establecen esta permanente vigencia de la literatura policial?

-Si es enigmática, se debe al contraste entre los hechos de sangre que afectan la vida y traen la muerte frente a la delicadeza de la inteligencia de un Sherlock Holmes, un Philo Vance o un Ellery Queen, que son los que lo descubren. Si es del otro tipo, el prestigio del peligro, lo que me gustaba a mí cuando era niño: el peligro y la seguridad. También la aventura. El hombre tiene una gran sed de aventuras. Y esa sed puede ser satisfecha vicariamente, como dirían los ingleses, por intermedio de otros, en varias formas de literatura. Una es la de aventuras propiamente dicha; otra es la fantástica (el personaje se encuentra constantemente con fantasmas mientras el lector va y vuelve del empleo, en una vida prosaica) y otra es la policial, a través de personajes como Sherlock Holmes, que resuelven las cosas tal como nos gustaría resolverlas a nosotros.

-Y la realidad no es así.

-No, no lo es.

-¿Por qué escribió literatura policial, Bioy?

-¿Por qué? -se extraña, totalmente alarmado, hasta que quizá comprendió que efectivamente no había otra forma de formularle la pregunta-. Porque yo siempre he tenido una gran facilidad para inventar historias. Aun para inventar historias complejas y de construcción difícil. Esto, desde luego, ha halagado mi vanidad. Por otra parte, viví mi primera juventud en una época en que el argumento estaba muy mal visto. Cuentistas y novelistas querían mostrar el problema del empleado de comercio. O querían contar cómo era una estación ferroviaria por dentro, como ahora están haciendo de nuevo los best sellers. O querrían hacer una recreación folclórica o hacer sentir -melodramatiza, mordaz- la fuerza dela tierra sobre algunos personajes. Y una de las cosas que me enseñó Borges, que tanto él como yo pensábamos, era que la primera misión del novelista, del narrador en general, es contar una historia. Uno de los pilares que mantiene el edificio de la narrativa es el inmemorial placer del ser humano: que le cuenten historias. Cuando yo era chico mi madre me contaba cuentos; cuentos de animales que vivían en una madriguera y donde la madre le decía a sus pequeños que tuvieran miedo, cuidado, que no se alejaran mucho de allí porque en el mundo de afuera había peligros. Un día algunos de estos chiquititos no hacía caso, se alejaba, corría peligros y se salvaba. Esta del sitio donde uno está seguro y que los peligros permanecen fuera, siempre me gustó. Después, con el tiempo, apareció el combinar eso con el placer de los enigmas. esta combinación fue lo que me llevó a las historias policiales que en realidad no escribí.

-¿Cómo es eso, Bioy?

-Es que yo he escrito muy pocos textos policiales. Por ejemplo, Los que aman, odian, en colaboración con Silvina [N. del E.: Ocampo, su esposa], que es una novelita policial; algún cuento, más literario que policial, como El perjurio dela nieve, también llamado El crimen de Oribe (que tal vez hubiera sido mejor título: menos pretencioso y más eficaz); bueno, hay algunos más, como El misterio de la torre china, que quedó en la página trescientos.

-De la conversación con Borges y ahora con usted queda la sensación como que resaltan el aspecto lúdico del género policial. ¿Es efectivamente así?

-¡No! ¡No! -se encrespa, al borde de la indignación total-. Formulado así, no se lo puedo aceptar.

-¡¿?!

-(Amaina algo) Sucede que yo creo que la vida no tiene realidad y que todos jugamos nuestra vida. Jugamos a ser autores, a ser el Papa, presidentes de la república, lo que sea. Y a veces nos olvidamos de jugar. Nos olvidamos de cuando chicos traíamos cajones y jugábamos en el jardín a estar en el mar y estábamos en el mar. Nos olvidamos que estamos jugando y matamos gente, la hacemos sufrir, la mandamos a la cárcel. En fin, hacemos todas esas cosas horribles que solemos hacer en esta vida al olvidar que todos estamos jugando-. Ahora está otra vez calmo, persuasivo, como si lo abrumaran los extramuros de su propio juego. -Desde luego, hay veces en que hay que ser muy duro porque el juego del otro es muy avasallador y destructivo, ¿no es cierto?, y se es cruel. La crueldad es la cosa más horrible de esto-. La tranquilidad, ahora, le ha dejado lugar a cierta depresión. -A veces yo pienso que la esperanza de la novela, del cinematógrafo, es que las personas hagan el ejercicio de ponerse en otro, de identificarse con otros, sufrir con otros y tal vez un día, en momentos de tener que matar a ese otro, de que vayamos a matar a alguien, nos acordemos que tiene recuerdos, afectos, que hay gente que lo quiere, que es un centro. Esto lo dice Kant y me parece que vale la pena recordarlo: «Hay que considerar a los seres como un fin en sí y no como un medio para uno.» Por eso no creo que el género policial sea valioso simplemente como un juego; en ese caso estaríamos poniendo al mismo nivel que lo ponen estos señores del horror y la crueldad-. Hace una pausa para mirarme: había estado hablando para él, para sí mismo. -Claro, sí, yo creo que todo es un juego. Pero en la forma en que usted me planteó la pregunta pensé que se podía caer en otra interpretación.

-En la ramplona, dice usted.

-Exacto.

-Le reconozco que hay cierta tendencia a confundir lo lúdico con lo frívolo y lo evasivo. Más: casi no establecen diferencias.

-Así es. Creo, sí, que todo es un juego. Pero un juego que hay que jugar jugándonos enteros. Y honestamente. Y para no hacer ni doler ni sufrir, a la vez sin olvidar que es un juego. Quiero decir: no hay un receta de atajos en el mundo. No se puede decir: «A la verdad se llega por acá.» La verdad es siempre más compleja. Por eso la gente que pide impacientemente blanco-o-negro, pide una estupidez. Esta es la razón por la que soy ecléctico. Y la primera vez que sentí hablar mal de los eclécticos fue a un profesor de filosofía; no a un filósofo, sino a un profesor de filosofía. Después no tardé en enterarme que el género humano habla muy mal de los eclécticos. Sin embargo, en aquel entonces yo no sabía nada de eso. El eclecticismo me parecía una prueba de riqueza, de inteligencia matizada; sin embargo, comprendo que para obrar no se puede ser ecléctico: no hay más remedio que jugarse. Pero si bien está muy aplaudido jugarse, yo les diría a los que se juegan: «No lo hagan contra la gente con tanta facilidad; juéguense contra sí mismos todo lo que quieran.» O que al jugarse contra otros los piensen dos veces. Porque si bien todo es juego, lo único real es lo que sentimos en la imaginación cada uno de nosotros. ¿Y qué es la imaginación, si no eternidad remedada?

-Formulada así, Bioy, resulta bastante inquietante...

-¡Pero si todos vivimos como si fuera la eternidad! -se exaspera, casi al borde de la arenga-. Y este es un mundo donde sí existe el dolor. Y el dolor sí que es un mal para cada ser humano. No quiero ser sentimentalista, pero de algún modo evitémosle el dolor a los demás-. Otra vez ha vuelto a deprimirse. -El sentimentalismo me parece horrible.

-Me gustaría saber si usted incluiría a los escritores en general, sin importar el género, en el séptimo círculo dantesco.

-(Ausente, preocupado.) Creo que sí.

-¿Hay algo que lo haya afectado en particular?

-(Se sacudió como para espulgarse una molesta pesadumbre.) Recordaba que hace poco, en un reportaje, me preguntaron acerca de mi idea sobre la muerte.

-¿La muerte?

-No, sobre mi muerte. Con Borges hemos hablado varias veces del tema. A él no le preocupa; yo no puedo resignarme. ¿Cómo voy a morirme y no poder acariciar nunca más el cuerpo de una mujer desnuda? ¿No recitar nunca más a Shakespeare?

-Es una idea que abruma por la sencillez-. El también ha proseguido con idéntica sencillez. -En un cuento de Horacio Quiroga el personaje ve llegar el instante final y comprueba, casi con parsimonia, que la muerte, efectivamente, va a ser eso: no ver más ese sol, ese alambrado, ese árbol. La infinitud de un instante.

-A eso es lo que no me resigno-. Casi sin pausa. -Pero ahora no sé cómo vinimos a dar con este tema y caer en este punto.

-Bioy, ya van casi dos horas. ¿Acaso se estuvo hablando de alguna otra cosa? [AR]