El Séptimo Círculo

Entre febrero y junio de 1945 hasta abril de 1983, con el N° 366, la colección acaparó en todo el público de habla hispana una verdadera legión de fanáticos y adictos. Pero a partir del primer centenar, pasaron cosas que nunca se aclararon y los nombres de Borges y Bioy fueron usados como caretas para la venta. Las discrepancias en torno a los duros yankies puede haber sido el motivo.

6.7.05

BORGES (VII)

APARECEN LAS SOSPECHAS

CUALQUIERA PODÍA RESULTAR enternecido, lamido por esas palabras que en su emisión tenían la misma tersura y tibieza del bombasí de nuestra infancia. Pero cuando se tiene el lujo de poder rebobinar una y otra vez, de hacer replay cuantas veces se quiera de una delicadeza tan sutil y cargada de coloraturas, la conclusión rola sobre un mar de dudas. Lo policial, por más literario que se presente, se desliza sobre en un mundo más que altamente sospechoso. ¿Resultaba demasiado atrevido colegir que el arte travieso de Borges también se deleitaba con la conversación como si fuese otro ejercicio más, poniendo a las palabras sobre un filo de navaja a cuyos lados se abrían abismos totalmente contrapuestos? Además, cerrando el trípode necesario para apoyar todo acto pensante, tampoco se podía dejar de lado la alternativa de creer que tal vez no exista, como es terminar de aceptar que la afirmación contenía total candidez, todo candidez y nada más que candidez. Lo que sucedía era que yo, al igual que los realistas norteamericanos a los que Borges rechazaba, sostenía que el crimen, incluido el literario, como acto genuinamente irracional, nunca puede tener per se nada bello y que lo estético, mágico, fantástico e imprevisto con que puede estar recubierto no es nada más que eso: cobertura. Y que si hay un sesgo policial, éste resulta de la atadura que une indisolublmente a la víctima y al victimario, infestada por la maraña social de las relaciones humanas con sus juegos de simulacros, sombras y luces, y la delación como elemento básico, ya sea en sus formas más refinadas y disimuladas (Holmes) o en sus manifestaciones más obscenas y abyectas (Spade).

Pero no había llegado hasta allí, atravesando la lluvia, para polemizar con alguien que siempre sostuvo que cuando se polemiza en serio siempre se pierde porque hay que decir la verdad y eso nos deja desnudos, inermes, totalmente a la vista, con todo lo que sabemos y lo que no sabemos. Para nada. El asunto era escucharle las razones a un hombre al que los argentinos primero, los latinoamericanos después, le debíamos, entre otras cosas, haber podido leer en nuestra lengua lo mejor de ese género singular que, al decir de Chesterton justamente, es la más primogénita formulación de la literatura popular a través de la cual es posible cierto sentido poético de la vida moderna.

‑Borges, quiero que cuente cómo fue eso de escribir policiales a dos manos con Bioy. ¿Lo hicieron para divertirse?

‑No. A mí se me ocurrió un argumento y se lo propuse. El dijo: "Vamos a escribirlo juntos" y yo dije que sí, pero a mí me parecía que iba a ser imposible. Luego yo recuerdo (Bioy dice que es un recuerdo medio falso) de haber ido a almorzar a su casa; el almuerzo se demoró y él me propuso que nos pusierámos ahí a escribir juntos el argumento. Bioy arguyó que era una buena ocasión para que suguiéramos juntos el proyecto. Nos pusimos a escribir y al rato nos olvidamos que éramos dos: habíamos creado ese tercer hombre que se llama Suárez Lynch o Bustos Domecq.

‑¿A qué atribuye usted esa particularidad, entre muchas otras, de un género que desde sus inicios prendió en los lectores como una necesidad?

‑No sé‑. Otra vez ha confesado su ignorancia con toda hidalguía.

Pero de pronto detona como al descuido, igual, casi idéntico a una artera baldosa floja porteña:

‑Quizá se deba, se me ocurre, a que se trata del único género literario en que su fecha de nacimiento se puede fijar con exactitud: el día en que Edgar Allan Poe escribió Los crímenes de la calle Morgue. Quizá también por ese mismo motivo lo consideren subalterno.

Va a haber otro alto más. También algunas gesticulaciones. ¿Qué fue lo que no terminaba de conformarlo consigo mismo?

‑Además, me parece muy natural ‑añadió con esa forma suavamente intempestiva que tenía de irrumpir-. Al lector le encanta como novela y le encanta también que tenga una adivinanza.

‑¿Y el hecho de que tenga un público tan especial? Creo que coincidirá connmigo que el grueso de ese tipo de lectores es capaz de tener las completas de Simenón y jamás haber leído un poema suyo o un cuento de Bioy, por ejemplo.

‑No sé‑. Había algo que lo seguía preocupando. ‑También me dijeron que ahora no se leen muchas novelas policiales, sino de ficción científica. Esto me parece correcto. Ser lector especialista de un género... Me parecería ridículo que alguien fuera sólo lector de odas o sonetos.


[continúa]