El Séptimo Círculo

Entre febrero y junio de 1945 hasta abril de 1983, con el N° 366, la colección acaparó en todo el público de habla hispana una verdadera legión de fanáticos y adictos. Pero a partir del primer centenar, pasaron cosas que nunca se aclararon y los nombres de Borges y Bioy fueron usados como caretas para la venta. Las discrepancias en torno a los duros yankies puede haber sido el motivo.

6.7.05

BORGES (III)


LAS FECHAS DE LOS OLVIDOS

ASENTÍ INCONCIENTEMENTE, olvidando por completo otra vez que era ciego, y al final fue un gesto que terminó volviéndose en contra. Borges, entretanto, sin abandonar su luminosa malicia, ahora sí, había clavado el bastón entre su piernas un poco abiertas y cruzado sus manos como racimos lacios de helechos sobre el puño, aristocrática, ancestralmente. De pronto, casi con un sobresalto, fue factible recordar que era ese mismo hombre, el que estaba ahí, a escasos dos metros, el que en 1946, al iniciar el prólogo de los Bocetos californianos de Bret Harte, había escrito: «Las fechas son para el olvido, pero fijan en el tiempo a los hombres y traen multiplicadas connotaciones». Bastaba saber si en ese momento, invierno de 1981, era a eso a lo que estaba jugando.

‑La idea de una colección como El Séptimo Círculo nació de la lectura de algunas excelentes novelas policiales. Además, estábamos al tanto de la aceptación que el género tenía en otros países.

‑Usted dijo aceptación, Borges. ¿También consideración?

‑Es cierto. Suele decirse que es un género subalterno. Recuerdo haberle dicho a Pedro Enrique Ureña que no me gustaban las fábulas y me contestó (no he olvidado esas palabras de un muerto) que él no era enemigo de los géneros. Es decir, resulta absurdo condenar un género. Benedetto Croce ha dicho que los géneros son meras comodidades de la crítica. Generalmente una obra es individual. O sea, decir que un libro es una novela o un poema épico o una fábula es más o menos como decir que está encuadernado en rojo y se encuentra en el tercer anaquel, a la izquierda. Frente al género policial no debería olvidarse que fue inventado (y hasta podríamos averiguar la fecha) por un genio, Edgar Allan Poe, que lo creó al escribir The murders in the Rue Morgue, los crímenes de la calle Morgue; y él, sin preverlo, quizá, ya fijó el tipo de novela policial: la idea de un hombre sedentario, un hombre intelectual, que descubre por medio de razonamientos (y no investigaciones o recibiendo delaciones) un misterio. Ahora, ese género inventado por Poe ha dejado hitos ejemplares como son Los crímenes de la calle Morgue, El misterio de Marie Roget, The plunder letter, la carta robada; luego tenemos The gold bug, el escarabajo de oro, y un cuento inferior, bueno, pero que está dentro del género: Eres el hombre; y luego, si pensamos que escritores de genio han cultivado ese género (Dickens, por ejemplo, que dejó inconclusa una novela famosa, El misterio de Edwin Drood, y Stevenson, que escribó una admirable novela policial, The record, comprador de naufragios), como también tenemos escritores esenciales de nuestro tiempo, tal el caso de Chesterton, que escribió muchos cuentos del padre Brown. Me parece que ante este panorama no se debería subestimar al género. O subestimarlo porque haya generado algunas obras mediocres.

‑¡¿Algunas?! La acusación es que muchas.

‑Muchas, sí. Pero fíjese que también hay muchas y muy malas novelas psicológicas, muchas y muy malas epopeyas y muchas y malas fábulas. Esto no alcanza para condenar a un género. Por eso fue que nosotros propusimos a Emecé la publicación de una serie de novelas policiales. Habíamos leídos algunas recientes de Nicholas Blake, un excelente poeta inglés.

‑¿Por qué leían novelas policiales?‑. Cuando me di cuenta del sandez ya era tarde, estaba en el aire, en pleno vuelo, y ciego y todo Borges se aprestaba a empalmar la volea de sobrepique, una tentación irresistible:

‑Porque nos gustaba ‑y otra vez la sonrisita de los caramelos robados, cosa de recordármelo.

Pude reírme a gusto de mí mismo. Total, no veía.

‑¿Usted siempre las enfrentó como a cualquier otra obra literaria o también tuvo alguna etapa de rechazo o subestimación?

‑No-. Se ensombreció hasta con un poco de miedo en el gesto. -Creo que fue igual desde un primer momento. Claro, pueden resultar tan buenas o tan malas como cualquier otra. No pienso en géneros, como le dije. ¿Ya le conté la anécdota con Pedro Enrique Ureña?

‑Bien al principio. Pero es lo que pareciera indicar que usted, en algún momento, también pudo valorar prejuiciosamente al formato por encima de la obra, aunque no exclusivamente en lo policial.

‑Así es. Pedro Enrique Ureña fue el primero que me dijo que no había que ser enemigo de los géneros.

‑Claro, pero la anécdota gira en torno de las fábulas. Cuente qué fue, en especial, lo que lo atrajo, fascinó o atrapó de las novelas policiales.

Se contrajo:

‑El hecho de que era una época, un momento, donde todo tendía a ser caótico y sentía que la novela policial salvaba, de algún modo, lo clásico: el rigor.

Dicho esto pareció relajarse un tanto. Por lo menos continuó sin tantos trancazos ni molestos tartamudeos que lo angustiaban y lo alteraban de sobremanera:

‑En una novela cualquiera los hechos están librados al azar. Pero en una policial, no: cada hecho tiene que ser significativo. Esto hace, como dijo Stevenson, que la novela policial sea un poco mecánica. Pero si los personajes son vívidos no tiene por qué ser mecánica la novela policial. Además, en toda novela policial hay algo de novela psicológica, por qué no. No obstruye en los hechos.

Se dio cuenta que había tomado por un atajo y procuró volver con aire distraído:

‑Fundamentalmente fue el rigor de este género lo que nos interesó. Presenta sucesos que parecen increíbles y no sólo es capaz de una solución maravillosa, como ocurre en los cuentos de Chesterton, sino que después viene una explicación más o menos lógica. Por eso no creo que deba disculparme frente al hecho que el género me guste.

De pronto se alivianó hacia donde estaba yo ubicado, ablandándose en una sonrisa dura:

‑Claro, hay gente a la que no le gusta ‑concedió con una amplitud que sonaba más a sondeo.



[continúa]