El Séptimo Círculo

Entre febrero y junio de 1945 hasta abril de 1983, con el N° 366, la colección acaparó en todo el público de habla hispana una verdadera legión de fanáticos y adictos. Pero a partir del primer centenar, pasaron cosas que nunca se aclararon y los nombres de Borges y Bioy fueron usados como caretas para la venta. Las discrepancias en torno a los duros yankies puede haber sido el motivo.

6.7.05

BORGES (II)


JOSE LUIS, PULIDO POR EL TIEMPO

ADEMAS, NO TARDO en ser evidente que el suyo, más que un saludo formal, había sido un estímulo para una respuesta que con la sensibilidad de los murciélagos y los delfines le permitiera tanto ubicarme como ubicarse. Le respondí y saqué por las dudas una silla del medio, acercándome. La mano ‑una mano blanda, pequeña, esquiva‑vino al encuentro. Se la estreché: era huidiza. Huidiza y fría. Un conocimiento rudimentario dice que un hombre no puede tener dedos infinitos, pero los suyos lo eran. O, por lo menos, no finalizaban donde acaban los de los demás.

‑Es realmente un honor, Borges ‑dije, totalmente conciente del sandez, de lo poco apropiado que era para un momento así, pero los lugares comunes, más que eso, ya son opciones drásticas: o los reiteramos o hay que arrojarse al vacío de una perorata con el grave riesgo del ridículo. Para mí era un honor ‑en realidad, un gran honor‑, y basta-. Le reitero las gracias.

El sonrió. Casi hierático. Acostumbrado a lisonjas y halagos. ¿Cómo había dicho yo que me llamaba? ¿Con qué fin era la entrevista? ¿El tema? Dos veces. Me mostré insistente con que tenía la mala costumbre de considerar que salir a hacer el mandado de comprar un kilo de pan y volver con un kilo de pan bordeaba casi lo anodino. Por lo tanto, tenía la sospecha que El Séptimo Círculo era apenas un pancito que formaría parte de ese kilo que no podía ni debía ser exactamente un kilo.

-La yapa, claro -y le sonreí estúpidamente a la oscuridad.

‑Interesante ‑me concedió, sentándose con bastantes precauciones y contra todas las fotografías, abandonando al bastón a un lado y apoyando ambos brazos en las posaderas.

Pero no me lo había dicho a mí, aunque hubiera sonado con cierto tono formal y convencional: sus ojos, ya ausentes del todo, seguían contando con una manera de continuar presentes y durante la charla iba a permitir acceder o creer que se accede, que marcan exactamente el momento en que él realmente dialogaba del otro momento, muy distinto, cuando se replegaba y como que continuaba en un monólogo interior y a la vez anterior, absolutamente solitario, donde las palabras que exhalaba casi tintineaban a pesar de su voz de chelo.

‑¿Cómo dijo que se llamaba?‑. Era la segunda.

Se lo repetí y quedó como si lo estuviera procesando.

-Dígame, joven -estalló sin preámbulos-, ¿usted encuentra algún mérito en venderse mucho?

Aparte de sorprenderme había algo que no terminaba de entender. La formulación o el nivel de abstracción en que se había instalado lo habían tornado no demasiado comprensible o no demasiado claro. Sobre todo el uso del reflexivo.

-Si se refiere a la persona, yo no se lo encuentro; ahora, creo que hay legiones que no opinan lo mismo.

-¿No es cierto?-. Se había entusiasmado. -Hubo una época en que no era así. ¿Usted oyó hablar del grupo Martín Fierro?

-Más leer que escuchar, Borges.

Se sintió halagado.

-Nos reuníamos a las noches, en el subsuelo de la Richmond, ahí, en Florida. Y en una oportunidad cae uno de los contertulios no muy asiduos, francamente indignado.

No había encendido el grabador, lo nombró no menos de un par de veces, pero toda mi versada ignorancia de amplio espectro me impide recordarlo. El estuvo ajeno a todas esas tribulaciones y, en cambio, sumamente entusiasmado por el suceso que había sacado de no se sabe dónde.

-Lo que había ocurrido era que esa mañana La Nación había publicado un suelto donde se afirmaba que su novela, que acababa de aparecer, se estaba vendiendo mucho y él no lo podía tolerar. Lo consideraba una calumnia. Por eso le pregunté si había un mérito en venderse mucho.

Seguía sin separar el ser del objeto o de últimas para él no existía tal separación.

-¿Es cierto que de su primer libro se vendieron solamente ciento cincuenta ejemplares?

No respondió. Pudo ser que no hubiera escuchado por haber caído en socavones que no parecían ser del ánimo, sino por momentos una tumultuosa sesión de pensamientos para uso oficial y exclusivo.

-¿Cómo me dijo que era su nombre?

Tres, tres... Ahora sí: había retornado y con todo.

‑¿A qué se debe? No suele ser demasiado habitual.

‑Por lo pronto, a mi padre. El también era Amílcar, pero de segundo nombre. Ahí el misterio comienza a hundirse y perderse el rastro con mi abuelo paterno porque a mi padre, que era el mayor de los seis hermanos, se lo puso como segundo y al segundo hijo varón le puso Aníbal como primero y a secas, solo. Invirtió el orden.

‑Interesante‑. Algo, sin embargo, lo había alarmado. ‑A su parecer, el suicidio de Amílcar fue cometido con el filo de la espada, como suelen repetir algunos textos, o se suministró el veneno que había llevado siempre guardado con celo en la empuñadura. ¿Usted qué cree?

Fue, lisa y llanamente, una patada en las tripas. Aparte me habían pescado totalmente desprevenido, indefenso.

‑Borges, si no le resulta molesto, ¿podría dar vuelta la hoja?

Se crispó:

‑¡Lo ofendí!‑. Se había alarmado, alarmado en demasía.

‑¡No! ¿Cómo me va a ofender por algo así?

‑¡Lo ofendí! ‑insistió, aunque un poco más calmo‑. Le pido disculpas. La no intencionalidad no atenuan a las ofensas.

‑Borges, le aseguro, mi palabra de honor, que no ha habido ofensa alguna. Ocurre que por aquí cerca vive alguien que le canta a lo que cifra en los nombres. Eso fue todo.

Sonrió. Lo mío había sido tan elíptico como el paso de ballet de un mamut con artrosis. Pero no le duró mucho la tranquilidad y antes que volviera a salirse con otra, intenté cortarlo:

‑A todo esto, ¿qué es lo que usted cree sobre ese asunto al que hizo mención?

‑Ya le referí que la versión más difundida es la del filo de la espada‑. Estaba elusivo.

‑No suena muy convencido.

‑Tengo mis dudas. Algunas son fundadas y vehementes.

Vacilé lo suficiente en tapar el bache posterior como para que él volviera a hacer baza y arremetiera e nuevo:

‑¿Usted cree que hubiera sido muy otro el destino de la humanidad si hubieran triunfado los cartagineses en vez que los judíos?

¡Otra más!

‑Borges, de lo muy poco que sé sobre el tema doy por sabido que Cartago nunca desarolló una civilización como para plantearla alternativa a la judeocristiana. ¿Es muy erróneo?

‑La historia está llena de caprichos y elementos capciosos, le puedo asegurar.

‑¿Puedo grabar lo que hablemos del tema que nos interesa?

‑Sí, cómo no‑. Pero desde allá, muy lejos, un mundo de negro y evocaciones.

Oprimí el Review para poner la cinta en cero.

‑¿Me dijo que ya habló con Adolfito?

‑Por teléfono. Seguramente nos veremos la semana que viene. Está de acuerdo en de alguna manera recopilar el tema y los datos de El Séptimo Círculo para que no se pierdan. El coincide en que la colección puede ser un tema que reuna el suficiente interés.

Se quedó absolutamente mustio.

‑¿Puedo comenzar? ‑le pregunté a nadie, él estaba lejos.

Corté con el Stop, apreté con violencia el Play y el Record, luego puse el aparatito sobre la mesa ratona que estaba casi entre los dos, apenas a un costado, y ya éramos un triángulo perfecto. Con Borges ahí, eso significaba que todo estaba en orden. Se hubiera podido decir que un orden perfecto o, en todo caso, un acabado equilibrio.

‑Cuando usted guste, Borges.

‑Habló con Adolfito, entonces.

‑Le recuerdo que fue ayer y por teléfono. Eso sí, me olvidé antes de hacerle mención de un asunto: manda a decir, muy expresamente, que eso de que él se acuerda mejor de las fechas, como usted dijo, es un invento suyo. Aseguró ser un chambón en la materia, palabras textuales, y que usted siempre le hace lo mismo.

Borges empezó a sonreír con una amplia malicia, ahora sí plenamente feliz, gozoso. Me había usado para punzar vaya uno a saber qué viejas tropelías o complicidades entre amigos de tanto tiempo.

‑¿Usted quiere que yo le conteste alguna pregunta en especial?

Era evidente que por algún motivo estaba tratando de ganar tiempo. Pero todavía no se le había borrado la sonrisa anterior.

‑Prefiriría que conversemos.

‑Sí, es mejor ‑dijo él, cortante, se acabó, y ahí fue cuando resultó imposible no acusar recibo que uno de los signos de la vejez era ese estatismo en posición de sentado y que él enfrentaba la ventana del living que daba a Maipú y que estar ahí, sentado, quieto, a una ventana que da una calle de nombre Maipú quizá pudieran ser datos relevantes; en realidad, lo que pudo haber sucedido fue que yo acababa de advertir que a lo único que daba esa ventana era al edificio insolente que estaba en la vereda de enfrente, que Borges ya no veía ni edificios insolentes ni nada, que no debía faltar para colmo un vecino ocasional que se ufanara de tener un departamento con vista a Borges y que Buenos Aires no tiene cielo.

Alcancé a preguntarme algo así de por qué Buenos Aires no tenía cielo. El me cortó:

‑¿En serio que Bioy dijo eso‑. Era un chico. Por momentos hasta dejaba la sensación que en la boca tenía los rastros del dulce conseguido por medios no muy lícitos, más que seguro debajo del almohadón donde estaba sentado había escondido las galletitas que faltaban del tarro y que devanaban a la santiagueña cuál podría haber sido el destino.


[continúa]